martes, 19 de mayo de 2009

La Paloma

Aquel día habíamos estado en la sala del departamento desde las cinco de la tarde. Si mal no recuerdo era un departamento pequeño pero vivíamos nueve. El sistema de rotación de camas nunca fue funcional (el que agandalla no batalla) pero al menos teníamos ambiente en la casa y psicotrópicos (suaves) para amenizar la jornada. Estábamos ubicados en Chancery St a dos cuadras del Albert Park.

El Sapo, Chuntaro, Manio y yo bebíamos mientras los rayos del sol nos llegaban por la ventana como si fuera el aliento (casi vaho) del misterioso y apaciguante mar que poco a poco iba seduciendo a la noche. No nos movimos de allí hasta las diez y media cuando recibimos una llamada con la dirección de la “party”. La Gami era la amiga del club. Ella tenía un lugar especial entre los amigos, era la que sacaba la fiesta (debido a que conocía a casi todos los inmigrantes de la ciudad) y que de manera rutinaria actualizaba nuestras historias semanalmente. Siempre, en el momento menos esperado de la noche, ella se nos acercaba y preguntaba (para algunos de forma invasiva) acerca de nuestra vida “Y… cómo vas con el trabajo…y tu noviecita la de la otra vez… cuántos días dices que llevas sin reportarte con tus apacitos” Nunca le faltaba que preguntar y nunca se le escapaba el tema “crítico” de la pasajera vida que llevábamos. Aunque muchos podían pensar que la Gami se metía en o que no le importaba, a mi me gustaba que me preguntara, sobre todo porque eran quizás los únicos momentos en los que podía escuchar quien era y que hacía. Además era gracias a esos momentos (incómodos) que nosotros también nos enterábamos y de pasada “echábamos carrilla” al resto del grupo.

-“Me dijo que hay reunión en casa de “las pasitas”, ¿qué rush, les late?”- Al unísono respondimos que sí. Era sábado y ninguno tenía el capital necesario para salir a los bares o pubs del centro. “Las pasitas” eran un grupo de amigas que solían hacer reuniones cada tres días. Eran cinco mujeres viviendo en una casa modesta cerca de la costa, yo conocía bien a tres de ellas, las otras dos siempre se perdían a la mitad de la fiesta.

Llegamos a la reunión y antes de habernos sentado en la sala yo ya tenía el bong entre mis manos y daba el primer toque (¡tanque!) de la noche (porque los que me daba en el departamento nunca los contaba). Había mucha gente. Nunca he sido introvertido o tímido en fiestas pero ese día por alguna extraña razón no me sentía cómodo. No lo sé podría haber sido la presión atmosférica o la fuerza gravitatoria de la luna ejerciendo contra la marea terrenal (lo que haya sido me importa un comino), hay infinidad de explicaciones posibles e imposibles de porqué uno se siente extraño. El punto es que me sentía raro. Y de no haber sido por los empujones de virilidad que me daba la cerveza y alguna que otra sustancia, no me habría atrevido a acercarme a la tímida chica que me miraba desde la esquina derecha del comedor. Ella platicaba con otra amiga desde hacía rato y yo me limitaba a sobrevenir con la fiesta, cada cuantas bocanadas de cigarro fijaba de nuevo la vista en esa esquina, ella disimulaba la mirada al mismo tiempo como si persiguiera una mariposa con sus ojos. Me intrigó. De entre las sombras una luz roja, verde, azul y morada de la lámpara giratoria del techo me permitia pintar su rostro como si fuese la obra expresionista y abstracta de un psicótico (loco). Mientras más pensaba en ésta metáfora mas quería que la luz la golpeara por microsegundos y plagaba mi visión con un caleidoscopio de su espectro. En mis ojos su figura bailaba con luces de colores y, la sonrisa que me concedía segundos antes de que cazara mariposas, era ingenua y sutil como los rayos de aquella tarde. Me sentí instantáneamente arrebatado por el misterioso y apaciguante filtro de su sonrisa. Me decidí y caminé directo hacia ella, sin dejar de saciar mis ojos en su figura. Nunca habría de admirar con tanta entereza una sombra de olvido.

La encontré justo en la misma dirección en que la había visto, sólo había decidido caminar directo a ella y la encontré justo frente a mí y sonriendo. Las luces ya no golpeaban su rostro puesto que mi sombra ahora la protegía. En ese momento mis ojos se nublaron. La cabeza me dio vueltas y el corazón aceleradísimo me marcaba el compás a un solo tiempo (tactus). Cuando abrí mis ojos los labios suaves y abultados de la chica me rozaban la barbilla, la habitación en la que estaba no era la misma y el bullicio de la fiesta había desaparecido. En la oscuridad descubría una piel nueva llena de silencios y plagada de ilusiones. Pude percibir mi cuerpo acostado sobre la cama cuando los cambios de luz y sombra en la habitación confirmaban un baile entre la silueta erotizada y la noche tan joven; yo era la pista de baile. Fue un espectáculo sexual, la chica me acariciaba y retorcía, luego yo a ella. Fue la noche lenta y pasional, y escuche su voz entrecortada, luego rápida y cadenciosa al ritmo que exhalaba sílabas sin traducción o sentido. Finalmente la noche nos abrazó con el sueño; tierna, misteriosa y apaciguante como había yo recibido aquella tarde.

Dormí como nunca lo había logrado desde que (supongo yo) era un bebé. Hasta el día de hoy no he vuelto a dormir así. Ella se acurrucó de lado, como una paloma en la esquina del tejaban durante la tardes lluviosas de Julio en mi ciudad natal. Yo la abracé como siempre he abrazado esas tardes. Jamás había yo abrazado con tanta entrega a una paloma.

A la mañana siguiente me despertó el sol como un látigo de fuego que quemaba los párpados. Los primeros segundos después de abrir mis ojos, a duras penas y pude vislumbrar el cuerpo de mi paloma. Todo era un nubarrón. Parecía aquel despertar una forja de herrería, entre el repiquetear de los martillos en la sien y los fulgurantes rayos abarcando mi pupila no pude mas que me acentuarme en su cuerpo comprimiendo, en un abrazo, mi ansia y nausea contra su espalda alta y baja respectivamente. Ella no despertó pero su cuerpo se acomodó a mi desespero sutilmente al abrazar mi angustia con su mano izquierda. Minutos después de su amparo una exhalación situada en la boca de mi estómago enfocaba lentamente el amanecer. Lo contemplé sin poder mirar hacia otro lado, queriendo cincelar en la memoria los naranjas, rosas y rojos que hacían erupción tanto en la ventana como en mi pecho.

Fue justo después de ese instante que la miré; justo ahí dejé de mirarme también. Miré a la mujer que abrazaba y el repiqueteo volvió con un abismo de incertidumbre, dudé incluso de su condición de mujer. Era fea; tan fea como mi soberbia. Con descuido y desasosiego mi mano descendió por su cuerpo buscando su sexo. Era una mujer. Pero no pude ver más el lienzo y el artista, el baile nocturno, mi paloma.


Aun hoy recuerdo íntimamente cómo mi cuerpo se convertía en nicho aquella noche.
La vanidad se en posó mi ventana, me filtró el reflejo y se robó a mi paloma.
Esa tarde el Sapo, Chuntaro y Manio me dijeron que todos le decían la Ramón (de tan fea). Nunca supe su nombre.

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